En la terraza de la torre, a plena noche junto al rumor crepitante de las olas y la luz de las estrellas, Clara dibujó un rostro. Sin tiempos ni espacios, un rostro eternamente enamorado del Amor.
La noche asomó con su frescor. Ya casi lo había conseguido, eran perfectas esas facciones, pero le faltaba la sonrisa. La inventaría, lógicamente, o la buscaría en la memoria de los sentires más profundos, entre pasillos de nostalgias y de gozos. Ella había olvidado las formas que tiene la complicidad, pero sabía que la añoraba de modo especial y se plasmaría en algún momento.
Ver sin hablar. Y entenderse. Un código común que dos seres crean, un lazo con la fuerza equivalente al movimiento incesante de las mareas. Un sentimiento único de afinidad entre dos almas.
Al cabo de unas horas, acabó la pintura. En el extremo más cercano al horizonte, colocó el rostro de óleo y la esperanza. Y pidió a la luna un sólo deseo: que proyectara sobre el mar ahora agitado, el reflejo de su creación. Y comenzarían a crecerle brazos largos, tan largos como para asirlo. Dormida ante la espera, de pronto tuvo un sobresalto.
África. Llega la señal en una sonrisa bañada de mar. Ella baja hasta la orilla, mientras sigue brillando ese rostro ahora tan cercano.
Los brazos de Clara lo rodean, llevan sus manos dos jazmines y una nota:
“ Esto es todo lo que puedo darte. Mi abrazo.Eres el Amor que no hallo en esta tierra. No sé corresponderte, porque me invade el miedo a perderte. Tan acostumbrada estoy a las variantes del amor terrenal que tu esencia me resulta extraña. Fue mi alma inmortal que te ha creado, no mis miserias. Por eso sólo podré amarte cuando me funda con el viento, el río, la montaña. Pero al menos sé que existes.
"Bésame, hazme tuya, antes que me asomen las alas…”
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