Durante incontables lunas, la joven arquera había
tenido el mismo sueño revelador: una diana entre las brumas. Indefinida, poco
nítida al comienzo pero justo en el momento en que sus contornos podían
visualizarse, el sueño acababa.
Ella sabía que había un mensaje en ese sueño y que
la vida se lo revelaría, tarde o temprano.
Antes de cada aurora, la arquera se adentraba en
los bosques para escuchar el alma del universo. Selectos silencios que
dibujaban paz entre las hojas. Su arco no era hostil a la naturaleza. Lo
portaba siempre como símbolo de su esencia asignada por los dioses. Jamás lo
usó hasta aquel día.
Había soñado como tantas veces sobre la diana y la
bruma, pero esta vez, vio claramente toda la figura. Y despertó decidida,
guiada por su voz interna.
Preparó el arco con una única flecha y tras oír el
Ángelus de la mañana, marchó al bosque esperando hallar esa diana púrpura
sostenida en el aire, como en el sueño.
Cantó salmos y los pájaros siguieron la melodía.
Se enfrentaría a un gran reto pero estaba dispuesta a descubrir aquel
significado ulterior .
Mirando sin ver el reflejo tibio del amanecer
entre los árboles, la distinguió claramente. El corazón comenzó a latir como un
corcel galopando en la tierra de los miedos. De todos los miedos ancestrales,
de todas las heridas profundas de amor que no cesaban de drenar. De todos los
llantos callados y los desengaños que secan por dentro.
Sin dejar de mirar la diana con el ojo de la
conciencia en todo su acontecer de vida, tensó la cuerda y lanzó sin titubear
la flecha. Un sonido seco, una dirección tan veloz como la luz alcanzó la diana
y la disolvió, naciendo en ese instante de dolor liberado, campanillas azules que acompañaron al sol.
No hubo un grito en ese disparo de la flecha sino
liviandad del ser y avance.
Con un gesto níveo de respeto a la vida y gratitud a las señales, la arquera enterró bajo un pino el arco y la
flecha. La sanación del corazón había comenzado.