Una misteriosa atracción yacía en aquella peculiar mecedora. Era una fuente de secretos. Y ella iba a descubrirlo, a medida que creciera, entre nogales y guitarras.
De niña, vio a su abuela mecerse y tejer mantas de canela, mientras su sonrisa se posaba en el manto de Dios. ¿Qué poder reinaba en esa esencia de mimbre, que hacía del ser en vaivén un ramillete de ilusiones?
Cuando la mecedora estaba vacía, ella trepaba por aquella hiedra de sueños con cascabeles.
Se hizo mujer y luego madre. Acunó ternura, amor en pétalos de ofrendas para sus niños con luna. La mecedora fue su confidente. Había historia, hazañas y desvelos en el entramado del silencio sabio, vuelto cuna.
Chopin y Grieg le dieron movimiento.
Y llegó el otoño del descifrar aquel encanto.
Era el útero de la vida, el paso de las edades y el conocimiento, el amor recorrido en todos sus caudales. Eran las huellas de un noble legado, como cuentos para ser leídos con caricias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario