(foto de C. Viñas)
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El movimiento del mar me recuerda la vida misma.
Su furia puede hacernos sumergir en las profundidades, ahogándonos, si no estamos listos para retener el suficiente aire, mientras dura ese estadio de miedo, dolor, arrebato de libertad, sensación de muerte.
Son en esos momentos cuando vemos la vida desde abajo, con la arena metida entre los dientes y el alma atrapada en una red infinita de medusas.
Todo parece difícil de resolver, la tristeza se torna oscura porque no hay un rayo de luz en nuestro corazón golpeado por las inmensas corrientes submarinas de la pena.
Si gritamos, nos ahogamos, si tememos, perdemos la fuerza en la supervivencia.
Es aquí donde la voz se quiebra, los brazos no abrazan, las lágrimas no se secan, el amor no se comprende.
Somos la nada en medio del abismo, un inútil lamento que se ahoga en la desesperación.
El suspiro del alma nos asfixia, la calma no nos alcanza. La sombra de la insatisfacción se instala mientras el hastío corroe nuestras entrañas.
Ver la luz del día, que es la luz de la alegría, es el único deseo que nos salva, esperando que el mar, aquel que nos devoró hacia su propio Haverno, decida por fin depositarnos en la orilla.
Entonces, emergimos para encontrar el sentido de por qué vivimos.
Sólo aquí, aún perturbados por la oscuridad del dolor, somos capaces de sonreírle al firmamento.
Y danzamos bajo la lluvia plateada de estrellas, ya, sin remordimientos.
El viento del olvido barre la memoria de los días fríos, las olas convierten nuestro espíritu en aventurero.
El amor comienza a dejar huellas de existencia en la cálida arena, mientras corremos más libres, para alcanzarlas.
La brisa marina nos amansa, ya podemos quedarnos dormidos que el delfín guardián de la playa, vendrá a despertarnos para decirnos con su canto casi humano, que aunque parezca mentira, la vida es esto: un eterno aprendizaje de contrastes, un vaivén de dudas y de aciertos, un miedo abajo y una dicha arriba, con la vista puesta en la esperanza.
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