( foto de Carmela Viñas)
Amanecía.
Todo el bosque se alegraba del milagro de la Luz naciente y mi hada, revestida con la calidez del dulce sueño atesorado aún en sus pupilas, se desperezaba.
Sentía que quería ir más allá de los follajes y las flores. No conocía el mar, pero un sonido lejano de caracolas y sirenas la atraía. ¡De verde, se convertiría en azul de serenidad y sentimiento! Sin saberlo, ambas nos buscábamos. Porque yo quería tener un hada entre mis manos de sal y de espuma. Libres las dos y tan unidas por la actitud de asombro ante la magia de la vida. Soñadoras, perceptivas, inquietas, inocentes.
Me acerqué a la playa donde siempre voy a buscar versos escondidos en las olas. Eran rimas de paz y de consuelo, esta vez. De amor eterno y tan agradecido. De besos del alma y de caricias que jamás perecen ni se olvidan. Rimas de un nosotros, unicidad infinita.
Entre las rocas y el azul, tímidamente vital, hallé a mi hada. ¡Tan hermosa figura espiritual y mítica! La bauticé Viento de nácar y le pedí que se posara entre mis manos. Nos miramos y lloramos. Era como haber encontrado una parte perdida de mi alma.
Y desde entonces, nunca nos separamos. Habita en mí. Ella es el sendero que extravié cuando el mundo me exigió ser adulta, sin fantasías. Habito en ella. Soy la tierra- poesía que le permite expandir sin límites, sus raíces de ensoñación.
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