Hay una música secreta
en las siluetas rosáceas de la aurora,
en la caricia amigable del viento,
en el temblor dulce del agua.
Es sublime quietud
—otras veces, orquesta de olas—.
Abrazado a su vientre
como hijo de una armónica,
el verso existe,
se nutre,
emerge.
Y al igual que ella
en metáforas de oboes,
también ama, grita, llora.
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