En el laberinto de la quietud, una verdad diáfana se esconde.
Y el mar me envolvió con mil preguntas:
-¿No te animas a
ayunar? No temas, estás lista. Porque ya has llorado lo suficiente para un
escalón más en la conciencia de ti misma.
Y ayuné durante tres días.
Horas sin pan donde escribí en mi corazón sobre un rosal
multicolor de gratitudes.
Las rosas blancas son mis hijos, mis raíces, mi familia. Mi
credo y mi coherencia. El latir de pureza en la incondicionalidad del amor que
nada espera. Femineidad y misterio.
Las rosas púrpuras, la pasión vivida. También lo fueron las
lágrimas sangrantes de los ya lejanos adioses. El carácter asertivo de arquera
, venciendo a los bosques oscuros y a los lobos. La valentía para sobrevivir a
las tormentas donde el rayo intenta
calcinar las soledades.
Las rosas azules, la inspiración y la sensibilidad. Himno
constante a la creación, al ser humano y su dignidad. Levedad del ser que
olvida el nombre. Mi meditar en la musicalidad de las estrellas.
Las rosas amarillas, la alegría bañando las sonrisas. Pese a
todo, por encima de todo. El lado lúdico para ver la vida con ojos de niña. El
soñar.
Pero nada es mío ni siquiera la felicidad efímera. Sólo el
asentamiento de una verdad que echa raíces: conocerme hasta ver que por ínfimos
o variados matices, mi existencialidad y la de todos es la misma. Porque en
cada vida se alberga un especialísimo y único rosal de gratitudes a la espera
de ser escrito en un corazón.
Y os aseguro que al mirar lo que se tiene como regalo: sea
amor, amigos, creencias, techo, pan, trabajo, salud, talentos…el iris del alma
se expande. ¡Hay tanto para celebrar!
Es una puerta a la
evolución personal y colectiva.
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