Respiramos amor en el nacer. Cuna de miel que abrigará nuestra
mirada inocente y velarán por nuestros sueños cuando los bosques sombríos del
miedo intenten atraparnos. Caminos que los ángeles tan cercanos nos muestran
para ir recorriéndolos uno a uno desde nuestra libertad y ser.
Crecemos. Amamos por primera vez. Absoluta magia en el
descubrir que dos latidos hablan con la misma voz. Se grabará eterno ese primer
nombre perfumado cual jazmín de cielo en
nuestro corazón. Puerta que
abrimos al cosmos de un sentimiento único y profundo. Somos alondras en pleno
vuelo con aquel beso que despertó al sol de las más sutiles sensaciones.
Seguimos creciendo. Maduramos. Vuelve el amor a sembrar arcoíris
en los adentros. Más vulnerables, más expuestos a la espina de una herida, sin
embargo, el alma sedienta de esa búsqueda de complicidad primera no cesa de alcanzar
los sueños.
Y una y otra vez- si es que los hados no escucharon nuestros
ruegos para hallar y retener al amor verdadero- la misma energía poderosa nos
habita. En otros ojos, en otros labios, en otras manos pero lleva el sello
indiscutible de lo divino en lo humano, de lo bendito e imperecedero que nos
impulsa a elevarnos.
¡El mismo amor a lo largo de todas las estaciones de la
vida! Amor que perdemos, que salvamos, que lastimamos y no escuchamos. Si
supiéramos que desde el primer te quiero se sucederán los mismos en otros labios,
valoraríamos cada latido que ofrendó su vida por escribir en una estrella, nuestro
nombre. Y enalteceríamos al Amor que siempre estuvo en nuestras albas, que
nunca nos abandonó e incitó a que el
corazón se enamorara completamente de esa
Luz que nos mantiene vivos.
Lloramos los adioses incomprensibles, ese muro que se levantó ante nuestros ojos dejándonos ciegos de ilusiones pero el amor como
esencia nunca muere. Está presente a lo largo de toda nuestra finitud y en el
brillo de la eternidad.